domingo, 16 de julio de 2006

BENEDICTO XVI SE ENCUENTRA CON LAS FAMILIAS

"La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" (can. 1055), es el fundamento del don divino y bien común de la humanidad que es la familia. Así pues, la Iglesia no puede dejar de anunciar que, de acuerdo con los planes de Dios (cf. Mt 19,3-9), el matrimonio y la familia son insustituibles y no admiten otras alternativas.





La familia cristiana tiene, hoy más que nunca, una misión ineludible: transmitir la fe. Lo que implica la entrega a Jesucristo, muerto y resucitado, y la inserción en la comunidad eclesial. Los padres son los primeros evangelizadores de los hijos, don precioso del Creador (cf. GS 50), en el seno familiar comienza la enseñanza de las primeras oraciones, se reinculcan los valores humanos y cristianos que dan sentido pleno a la vida, pues se construye un universo moral enraizado en la voluntad de Dios.

Cuando se ha cumplido ya el primer aniversario de la muerte de Juan Pablo II nos unimos nuevamente a todas las celebraciones y homenajes que se le rinden al que consideramos el Papa Grande, pues fue él quien con la promulgación de la exhortación apostólica “Familiares Consortio” y la constitución del Pontificio Consejo para la familia impulsó lo que hoy es el V Encuentro Mundial de la Familia a celebrar en Valencia, donde se reunirán miles de familias de todas las partes del mundo para orar, dialogar, aprender, compartir y profundizar la comprensión del papel de la familia cristiana como Iglesia doméstica y unidad base de la evangelización.

Presentamos a continuación, un extracto del Discurso del Papa Benedicto XVI, que sirve de introducción a las catequesis preparatorias del V Encuentro Mundial de las Familias de Valencia 2006:

El amor humano no puede existir si quiere sustraerse a la cruz

El fundamento antropológico de la familia

Matrimonio y familia no son en realidad una construcción sociológica casual, fruto de situaciones particulares históricas y económicas. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre si mismo: ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del interrogante sobre Dios:

¿Existe Dios? ¿Y quién es Dios? ¿Cuál es su verdadero rostro? La respuesta de la Biblia a estos dos interrogantes es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre la auténtica imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama.
Desde esta conexión fundamental entre Dios y el hombre se deriva otra: la conexión indisoluble entre espíritu y cuerpo. En efecto, el hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal. Por lo tanto, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por así decir, un carácter teológico, no es simplemente cuerpo; y lo que es biológico en el hombre no es sólo biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad.
Del mismo modo, la sexualidad humana no está al lado de nuestro ser persona, sino que le pertenece. Sólo cuando la sexualidad se integra en la persona logra darse un sentido a sí misma.
Así, de las dos conexiones, la del hombre con Dios y, en el hombre, la del cuerpo con el espíritu, surge una tercera: la que se da entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo y el "sí" del hombre es un ir más allá del momento presente: en su totalidad, el "sí" significa "siempre", constituye el espacio de la fidelidad. Sólo en su interior puede crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difíciles. Por lo tanto, la libertad del "sí" se revela como libertad capaz de asumir lo que es definitivo: la expresión más elevada de la libertad no es entonces la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una auténtica decisión. Aparentemente, esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la verdadera expresión de la libertad es por el contrario la capacidad de decidirse por un don definitivo, en el que la libertad, entregándose, se encuentra a sí misma.
En concreto, el "sí" personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por este motivo, este "sí" personal tiene que ser necesariamente un sí que es también públicamente responsable, con el que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza también el futuro para la comunidad. En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo: por tanto, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de sí su propia responsabilidad pública. Por consiguiente, el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una imposición desde el exterior en la realidad más privada de la vida; es por el contrario una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.
Las diferentes formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el "matrimonio a prueba", hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son por el contrario expresiones de una libertad anárquica, que se presenta injustamente como auténtica liberación del hombre. Una pseudo-libertad así se basa en una banalización del cuerpo, que inevitablemente incluye la banalización del hombre. Su presupuesto es que el hombre puede hacer de sí lo que quiera: su cuerpo se convierte de esta forma en algo secundario, manipulable desde el punto de vista humano, que se puede utilizar como se quiera. El libertinaje, que se presenta como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable al cuerpo, dejándolo, por así decir, fuera del auténtico ser y dignidad de la persona.
La familia y la Iglesia

De todo esto emerge una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidades eclesiales, están llamadas a la más estrecha colaboración para esa tarea fundamental que está constituida, inseparablemente, por la formación de la persona y por la transmisión de la fe. Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita de algo mucho más grande y humano, de la cercanía, diariamente vivida, que es propia del amor y que encuentra su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, pero también en una parroquia, o movimiento o asociación eclesial, donde se encuentran personas que cuidan a los hermanos, especialmente a los niños y a los jóvenes, pero también a los adultos, a los ancianos, a los enfermos, a las mismas familias, porque en Cristo, quieren su bien. El gran patrono de los educadores, San Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que "la educación es cosa del corazón y que sólo Dios es su dueño" (Epistolario, 4, 209).Central en la labor educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es en concreto la figura del testigo: él se convierte en punto de referencia precisamente en cuanto sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf. 1 Pe 3, 15), en cuanto está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no se refiere nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, que ha encontrado y del que ha experimentado la fiable bondad. Así cada educador y testigo encuentra su modelo insuperable en Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8,28). Éste es el motivo por el que en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación, en él, del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar: que la Familia de Nazaret sea, por lo tanto, para nuestras familias y para nuestras comunidades, objeto constante y confiada oración, además de modelo de vida.

(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción ECCLESIA)

Mª del Carmen García Fernández
Teniente Hermana Mayor